Lorenzo Silva
Hace quince años, y el que suscribe, en este punto al menos, sabe de lo que habla, la novela negra apenas contaba en el ruedo literario y editorial. Leprosa para los editores, ninguneada por los académicos, leída tan sólo por una cofradía entusiasta, sí, pero minoritaria de lectores. Década y media ha bastado para convertirla en objeto de deseo por parte de los que antes la menospreciaban, en favorita del público y estrella indiscutible del firmamento editorial de este confuso siglo XXI que lee a la vez en tapa dura, libro de viejo, Kindle, iPad o, si se tercia, smartphone o portátil. La culpa la tienen, como siempre que de libros se trata, un puñado de tipos y tipas con talento y una multitud de lectores que les han dejado allanar su sillón preferido (o cualquier otro de los lugares, confesables o inconfesables, donde el personal se entrega al más fecundo de los vicios solitarios).
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