*Por Lorenzo Silva
Que toda novela negra encierra un asunto trágico es cosa sabida y que el lector ya da por descontada. Una muerte (y alguna le pedimos al autor para aceptarle, salvo excepciones, que nos ofrece una novela negra) no es sólo una tragedia, sino que lo es además en grado sumo.
Cada persona que desaparece es un mundo entero que se apaga. Y eso merece una solemnidad. Uno de los peores deslices que puede cometer un autor de novela negra es perderles el respeto debido a sus muertos.
Dicho lo cual, y teniendo ya la tragedia de entrada sobre la mesa, la historia del género negro es también una historia de humor o, para ser más exactos, de escritores que tuvieron excepcionalmente desarrollado ese sentido. Puede citarse una vez más a Raymond Chandler, maestro de la ironía y cuando se terciaba del sarcasmo, que sabía trufar de una socarronería sutil los momentos más dramáticos. Como cuando Philip Marlowe ve por primera vez a Eileen Wade, la rubia de ensueño de El largo adiós, de la que se enamora como un becerro en ese mismo acto. No se le ocurre otra forma de ponderar su belleza que referirse al camarero al que la mujer acaba de pedirle una bebida con esa frase memorable: There was a guy who really had a mission in life. Es decir: "Un tipo que tenía, realmente, una misión en la vida".
Entre nosotros el maestro indiscutible del humor negro, si se me permite ponerle esta etiqueta, es sin duda Eduardo Mendoza. Ya lo apuntó con los hilarantes atestados que forman parte de su primera y justamente celebrada novela, La verdad sobre el caso Savolta (1975), y vino a ratificarlo con la inefable serie de su detective tarado y sin nombre, formada por El misterio de la cripta embrujada (1978), El laberinto de las aceitunas (1982), La aventura del tocador de señoras (2001) y la reciente El enredo de la bolsa y la vida (2012). De la mano del más calamitoso investigador que imaginarse pueda, Mendoza ha venido trazando en esta serie una radiografía descacharrante de la sociedad española desde la Transición hasta nuestros días, poniendo en solfa, con inteligente sentido de la oportunidad, todos los vicios públicos y privados que nos han traído donde estamos. Leyendo a Mendoza, entre gansada y gansada de su absurdo personaje, entendemos mejor por qué tenemos la prima de riesgo que tenemos, implacable indicador de la desconfianza que inspiramos.
Otro reputado y arrollador humorista de nuestro género negro es Juan Bas (Bilbao, 1959), quien en su memorable Alacranes en su tinta (2002) logró lo que parecía imposible: arrancarle al lector la sonrisa, y aun la carcajada, a partir del conflicto vasco. Juan Bas es de Bilbao, y ya se sabe que los de Bilbao, aparte de nacer donde se les pone en las narices y ser capaces de todo lo que no somos capaces los demás, escriben desde el centro del universo, desde donde mejora mucho la perspectiva. Además, y esto nos da una pista más, Juan dirige desde hace unos años el festival La risa de Bilbao, que se anuncia como el único en Europa dedicado a la literatura humorística. Desde el escenario central de su historia, ese bar que llevan dos hermanos que no se hablan y que no por casualidad se denomina El Mapamundi de Bilbao, Juan Bas construye en Alacranes en su tinta un esperpento trágico, y respetuoso con la tragedia, por otra parte, que en una pirueta casi inverosímil logra ser desopilante, iconoclasta, burro y catártico a más no poder. Si el experimento les convence, hay segunda y tercera parte: Voracidad (2006) y la reciente Ostras para Dimitri (2012).
Para cerrar el trío, y como representante de la última generación, sumemos el nombre de un recién llegado: Juan Jacinto Muñoz Rengel (Málaga, 1974), que ha redibujado los perfiles humorísticos del género con un libro difícilmente clasificable que se titula El asesino hipocondríaco (2012). Novela negra es, porque no sólo habla de asesinatos, sino que lo hace desde la perspectiva de quien los perpetra. El chiste, nunca mejor dicho, está en que su asesino es un tipo obsesivo que se cree asediado por toda suerte de enfermedades mortales, que lo incapacitan para su oficio y lo sumen en un delirio al que se invita al lector en compañía de todos los grandes hipocondríacos que en el mundo han sido. Este recorrido ofrece a su autor un pretexto para sazonar las páginas con perlas y anécdotas sin desperdicio de esos ilustres enfermos imaginarios (y al fin un día reales, como todos) que coincide que son, a la vez, grandes figuras del pensamiento como Montaigne, Voltaire o Kant.
Tres propuestas, diferentes, de humor negro y necesario. La muerte es, sí, una cosa muy seria, pero al final sólo podemos enfrentarla armándonos con una sonrisa.
Siguiendo esta cuerda de humor y muerte, recomiendo "El balneario" de Manuel Vázquez Montalbán, humor ácido, con matiz político a veces, aparece la muerte en un entorno donde todos quieren mantenerse sanos y bajar de peso... Muy buena novela, aunque no es de las más destacadas del autor, te engancha desde la primera página.
Publicado por: sira | 06/13/2012 en 10:48 a.m.