*Por Lorenzo Silva
Lo comentábamos aquí mismo, hace unas entradas, a propósito de Raymond Chandler: urdir una intriga no está reñido con la escritura. Cabe ser novelista policiaco y estilista de tu idioma, aunque a lo mejor tu estilo no consista en eso que algunos creen, verbigracia, empalmar oraciones herméticas y abigarradas hasta perpetrar párrafos perfectamente soporíferos y manifiestamente aligerables.
Es interesante y alentador comprobar que gracias al reciente auge del género negro en España aparecen entre nosotros escritores que se acercan al relato criminal y en él hacen brillar su prosa, ya acreditada y prestigiada con anteriores empeños literarios. Hay dos ejemplos notables entre la generación más veterana: José María Guelbenzu, con las aventuras de la juez Mariana de Marco, y Carme Riera, con una novela que convierte el campus universitario en escena del crimen.
Pero se me permitirá que barra para casa y que traiga aquí tres ejemplos de lo que en este momento vendría a ser la generación intermedia (considerarnos jóvenes, a los nacidos entre fines de los 60 y principios de los 70, empieza a ser un alarde de inconsciencia en el que nos cuidaremos de incurrir). Son dos hombres y una mujer, pero el reparto no obedece a otra cuota que la del talento para darle consistencia de acero al cuento y a la palabra. Vienen de tres lugares distintos de España, donde además sitúan sus historias y a sus personajes, pero no obedece esa localización a otro criterio de reparto territorial que el derivado de la suerte que tuvieron sus respectivos lugares al alumbrarlos y cobijarlos. Porque los tres, no me cabe duda, van a darle algo que recordar a la ciudad que los ha visto nacer y escribir.
Damas primero. Con sólo dos novelas, Black, black, black y Un buen detective no se casa jamás, Marta Sanz, secundada por su criatura literaria, el peculiar investigador madrileño Zarco, se ha acreditado como una de las mejores escritoras del género. Cómo será, que ha persuadido al siempre exigente y un punto circunspecto editor Herralde de publicar novelas de asesinatos y pesquisas. Para lograrlo, Marta Sanz cuenta con esa mirada láser y esa ironía algo más que sutil que ya exhibió en anteriores empeños narrativos, por los que alcanzó reconocimientos tan valiosos (para los que de esto saben) como el Premio Ojo Crítico o el Finalista del Nadal, cuando aún lo tenía. Marta, que tiene las armas de narrar y decir afiladas en el asfalto de la Villa y Corte, es buena, muy buena, pero cuando es mala, como decía aquélla, es aún mejor.
Polis a continuación. También lo ha logrado con sólo dos novelas: Ojos de agua y La playa de los ahogados. No ha necesitado más el vigués Domingo Villar para colocar a su inspector Leo Caldas (y junto a él, sufriendo su galleguidad y la del entorno, a su maño ayudante Rafael Estévez) en el grupo de cabeza del pelotón negro español. Y no sólo lo han visto su editorial, la siempre selecta Siruela, y miles de lectores compatriotas, sino que su éxito ha traspasado fronteras. El secreto, una mezcla de atmósfera, que pone la tierra, y hondura (podría decirse también ternura) psicológica que es la marca de la casa, junto a ese fino sentido del humor de los celtas que a veces sólo ellos entienden pero a todos nos perturba. Y todo ello trenzado con una prosa limpia y virtuosa, que borda el matiz en descripciones y diálogos.
Y para terminar, los malos. Tampoco le ha hecho falta más que un par de novelas (casi da asco, tamaña eficacia) al barcelonés Carlos Zanón para destacarse como uno de los escritores más potentes del panorama negro hispano. Con Tarde, mal y nunca dio el aviso y con No llames a casa se ha metido directamente hasta la cocina donde se guisa lo mejor de la novela canalla. Porque canalla, y mucho, es el mundo en el que se mueven sus patéticos y sin embargo sublimes buscavidas, que en su mezquindad, su sordidez y su falta de escrúpulos aciertan a alcanzar la grandeza y logran, merced a las artes taumatúrgicas de su creador, despachar la belleza más inaudita. No poco le ayuda a Zanón, aparte de su conocimiento de esa Barcelona que nunca saldrá en los follletos municipales ni en sus derivados (las películas alimenticias de Woody Allen), sus muchos años de dedicación a la poesía, ese lugar donde, según dijera Raymond Chandler, comienza todo. Leer a Zanón es la mejor prueba de la lucidez del Maestro.
Para quienes no los hayan leído, hala, ahí tienen tarea. Para que nadie diga que sólo mencionamos a extranjeros. Y para que se nos quiten, de una vez, los complejos.
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