No defrauda nunca. The Wire, La serie de televisión salida de las mentes de David Simon y Ed Burns, con la complicidad de otros ilustres maquinadores de ficciones (George Pelecanos, Dennis Lehane y algún otro) resiste cuantas revisiones uno le quiera infligir. Cinco temporadas, algo más de sesenta horas de narración audiovisual de primera. Una obra de un virtuosismo que nos hace pensar que si en nuestras pantallas sale lo que sale, desde esos personajes elevados de la nada anónima a la nada célebre, hasta esas ficciones acartonadas y rutinarias con que se llenan tantas programaciones de sobremesa (y de prime time), es porque queremos, porque no pedimos más, porque a lo mejor, desgraciadamente, no nos merecemos más.
Gracias a ese artefacto inverosímil de producción televisiva llamado HBO, Simon, Burns y compañía cuajaron, a través de la radiografía de las vidas apuradas de un puñado de menesterosos policías de Baltimore, una de las más completas narraciones de la falsedad y la insuficiencia de nuestras modernas sociedades. Siempre edificadas sobre los más hermosos discursos, hipersensibles hacia cualquier forma de inconveniencia verbal o mental y, al mismo tiempo, indiferentes o complacientes con los más atroces abusos, siempre que los sufran los sin voz, los que no cuentan, ni pinchan ni cortan, ni tienen a quien hable de y por ellos.
El tráfico de droga y sus pavorosas complicidades, sociales, financieras y políticas. La actividad portuaria y su intervención no sólo en el flujo de la economía regular (por barco sigue yendo el grueso del comercio mundial), sino también en la otra, la que se asienta sobre el tráfico de personas o sustancias ilegales, por ejemplo. El microcosmos de la política, con sus intrigas, miserias y disparates. El mundo de la escuela y la educación, acorralada entre los más rimbombantes principios y los presupuestos menguantes. Y para terminar, los medios de comunicación, en esta era de su decadencia, su corrupción, su falsificación y, en fin, su creciente irrelevancia (aquí a Simon, antiguo periodista, no le tiembla la mano, y es que ya se sabe: no hay peor cuña que la de la misma madera).
De todo esto habla, temporada a temporada, The Wire. Y lo hace con unos antihéroes a los que uno les llega a tomar el mismo cariño que si fueran de la familia, encabezados por ese tan patético como inmenso McNulty, el detective bebedor, mujeriego y tramposo que acaba siendo decisivo, una y otra vez, para asestar los más duros golpes a la delincuencia, desde las flilas de un departamento de policía que tiene un parque móvil tan desastroso, por falta de presupuesto, que alguna vez sus investigadores de Homicidios han de acudir a la escena del crimen en autobús.
No hace mucho volví a ver la quinta temporada, en la que Simon ajusta cuentas con su antiguo oficio, y donde McNulty alcanza su apoteosis, diseñado a la medida del personaje. No exagero si digo que la última secuencia del último episodio, sin palabras, con McNulty recorriendo las calles de su ciudad maltratada y sin esperanza, me pareció dotada de la misma fuerza lrica, narrativa y filosófica que el final de Le temps retrouvé, donde el lector de Proust corona el esfuerzo de haber leído su monumento novelístico de 3.000 páginas y siente que ha merecido la pena.
Es una opinión subjetiva, naturalmente, pero creo que en The Wire nos hallamos ante la mejor ficción criminal del siglo XXI, en cualquier lenguaje. Verla es una de las pocas razones por las que uno puede encender la televisión y cerrar el libro. Nada menos.
La primera vez que oí hablar de The Wire fue en su libro "La reina sin espejos" cuando Vila se la recomendaba a Chamorro. En el videoclub del pueblo de al lado tienen las dos primeras temporadas, así que voy a alquilarlas y pasarlo en grande
Publicado por: Elena Serra | 03/26/2012 en 06:57 p.m.