*Por Lorenzo Silva
Hay una expresión, perdónenme la intransigencia, que es oírla y entrarme ganas de sacar la pistola (suponiendo que viviera en un país tan irresponsable como para permitirme portar una): novela literaria. Para mí, qué quieren que les diga, es un paradigma de la redundancia, porque no se me ocurre una novela que no tenga esa naturaleza, y no sé qué otra tienen en mente quienes utilizan la dichosa fórmula (¿novela mineral? ¿novela hidráulica? ¿novela plasmática? ¿novela anaerobia?).
Sospecha uno que esa absurda etiqueta se despacha, y sobre todo se escatima, con la pretensión de establecer la jerarquía dentro del parnaso novelesco, señalando con ella a los aptos para ocupar los primeros puestos del escalafón, y negándosela a aquellos que han de quedar expulsados, con sus desaliñadas invenciones, al averno de la no-literatura. Todo, como es costumbre inveterada entre los propensos al ejercicio del oficio censor, con arreglo a la caprichosa preferencia del etiquetante.
El género negro ha sido objeto predilecto, durante décadas, de la displicencia de estos certificadores recalcitrantes (y rara vez requeridos por los lectores) de la excelencia literaria. Y uno de los más insignes sufridores de tal menosprecio fue Raymond Thornton Chandler, el creador del inolvidable detective Philip Marlowe y de la que quizá (estas afirmaciones son siempre discutibles) sea la más poderosa y completa novela negra del siglo XX: The Long Good-Bye (o si prefieren, El largo adiós).
No hace muchos años, el profesor Ricardo Senabre, catedrático de la universidad de Salamanca y uno de los más reputados (y acerados) críticos literarios de este país, me dio la inmensa alegría de escribir en una reseña que Chandler, en sus mejores momentos, y así debía reconocerse, era, como escritor, superior a Hemingway (Premio Nobel y literato indubitado). Me causó alivio, y me hizo recordar los tiempos en que aún había que pelear por lo evidente, y en que el propio Chandler, rebajado una y otra vez por los críticos pedantes (como su odiado Edmund Wilson) a la categoría de escritor ‘popular’ (o sea, de segunda) se defendía con ejercicios de sensatez como el que sigue: “Es indudable que a igualdad de condiciones un tema más poderoso provoca una ejecución más poderosa, pero también lo es que se han escrito libros muy aburridos sobre Dios y otros muy buenos sobre cómo ganarse la vida y seguir siendo honrado. Todo depende de quién escribe y qué tiene dentro para escribir”.
Raymond Chandler tenía mucho dentro y, sobre todo, una de las prosas más brillantes de su idioma y su siglo. Quienes puedan leer inglés, no deberían dejar de paladearla en el original.
Tan grande, tan incuestionable es este autor, que desde hace décadas los editores presentan cada temporada a varios novelistas que serían, según nos aseguran, el nuevo Raymond Chandler. Me vienen a la mente unos cuantos nombres, la lectura de cuyas obras no logró persuadirme de la aserción editorial. Y uno que, en cambio, creo que sí daría pie a la elogiosa hipérbole: por un curioso azar se llama Philip, como su detective, y se apellida Kerr. Las aventuras de Bernie Gunther, su héroe, le permiten al lector asistir a un despliegue de ironía y escritura absolutamente chandlerianos, y son de lo más recomendable que se puede hallar hoy en los anaqueles del género.
¿Sabéis de algún otro ‘nuevo Raymond Chandler’?
No he descubierto un nuevo Raymond Chandler, pero estoy descubriendo Jim Thompson... qué bueno es!!
Publicado por: Anne | 04/20/2012 en 01:46 p.m.